lunes, 23 de febrero de 2009

Sudoku

Tercera ilustración que saldrá en "Esperando a Godot" en marzo.

Ana me dejó. La quería. Sufrí. Ay, Ana. No sabía qué hacer. Me paseaba de un lado al otro en el departamento. Y el departamento es chico. Me sentaba, caminaba, volvía a sentarme, lloraba antes de dormir.Estaba en la hoja de diario que envolvía la lechuga. Así llegó a mis manos el Sudoku. Me llamó la atención la cuadrícula, junto al horóscopo. Muchos casilleros vacíos y algunos números. Fue raro: no hizo falta leer las reglas. En la cuadrícula de diez por diez, había que completar los casilleros de forma tal que en las columnas y filas aparecieran, sin repetirse, los diez números del sistema decimal. Había tres niveles: fácil, medio y diabólico. Me obsesioné. A la semana, ya dominaba el diabólico. Como los del diario no me bastaban, compré en una librería de Corrientes una revista de Sudoku, que venía de Italia. No era cara. La liquidé en un fin de semana. Mi cerebro vomitaba las series numéricas con una agilidad que me sorprendía. Ana se fue borrando de mi mente, pero supuse que reaparecería si dejaba el Sudoku. Volví a la librería y compré más revistas.Los recuerdos que tenía de Ana se fueron mezclando con los números en mi cabeza. Ya no distingo su hermosa sonrisa de un tres, o una suave caricia de un ocho. Y mis días se fueron haciendo más livianos: siete y cuarto suena el despertador, tres minutos de remoloneo, ocho pasos hasta el baño, sesenta y cuatro cepilladas maxilar superior, sesenta y cuatro maxilar inferior, hervor del agua en seis minutos a fuego mínimo, a las siete y treinta y ocho ya sobre la bicicleta, mil quince pedaleadas hasta el semáforo de la avenida, veinticuatro segundos hasta la luz verde, ciento veintitrés pedaleadas más y llego al restaurant a las ocho en punto. Ayer murió Ana. La atropelló un auto. No lloré ni una lágrima. Y eso que la quería como a nadie. Justo batí mi récord: un diabólico en seis minutos y tres segundos.
[Segundo Premio]
Ana me dejó. La quería. Sufrí. Ay, Ana. No sabía qué hacer. Me paseaba de un lado al otro en el departamento. Y el departamento es chico. Me sentaba, caminaba, volvía a sentarme, lloraba antes de dormir.Estaba en la hoja de diario que envolvía la lechuga. Así llegó a mis manos el Sudoku. Me llamó la atención la cuadrícula, junto al horóscopo. Muchos casilleros vacíos y algunos números. Fue raro: no hizo falta leer las reglas. En la cuadrícula de diez por diez, había que completar los casilleros de forma tal que en las columnas y filas aparecieran, sin repetirse, los diez números del sistema decimal. Había tres niveles: fácil, medio y diabólico. Me obsesioné. A la semana, ya dominaba el diabólico. Como los del diario no me bastaban, compré en una librería de Corrientes una revista de Sudoku, que venía de Italia. No era cara. La liquidé en un fin de semana. Mi cerebro vomitaba las series numéricas con una agilidad que me sorprendía. Ana se fue borrando de mi mente, pero supuse que reaparecería si dejaba el Sudoku. Volví a la librería y compré más revistas.Los recuerdos que tenía de Ana se fueron mezclando con los números en mi cabeza. Ya no distingo su hermosa sonrisa de un tres, o una suave caricia de un ocho. Y mis días se fueron haciendo más livianos: siete y cuarto suena el despertador, tres minutos de remoloneo, ocho pasos hasta el baño, sesenta y cuatro cepilladas maxilar superior, sesenta y cuatro maxilar inferior, hervor del agua en seis minutos a fuego mínimo, a las siete y treinta y ocho ya sobre la bicicleta, mil quince pedaleadas hasta el semáforo de la avenida, veinticuatro segundos hasta la luz verde, ciento veintitrés pedaleadas más y llego al restaurant a las ocho en punto. Ayer murió Ana. La atropelló un auto. No lloré ni una lágrima. Y eso que la quería como a nadie. Justo batí mi récord: un diabólico en seis minutos y tres segundos.
Juan Pablo Gómez

2053

Segunda ilustración que saldrá en el número de marzo de "Esperando a Godot"

Baste decir que el primer domingo del único mayo de 2053, la pequeña sonda de reconocimiento estalló en 4.563 fragmentos grandes, y muchos más de menor tamaño. Sus restos chisporrotearon un tiempo en la inmensidad que se estira entre las estrellas y desaparecieron como absorbidos por un niño con una pajita. Todo ello en el más absoluto de los silencios. Desde la nave nodriza tripulada, en la que viajaban Edgard W. Siffil, de Tennessee, Amin Lebeuf, de Orán, y un orangután llamado Bill, se emitió un comunicado que llegaría al extenso desierto de la Tierra dos años más tarde: “Sin éxito”, oraba éste.Inmediatamente después de que la pequeña cápsula se disipase en los monstruosos confines del espacio, la nave nodriza comenzó el regreso con su derivar inerte por la avenida de los astros. Una inminente nube roja, igual que un largo dedo viejo, trataba de interceptar la nave. Edgard W. Siffil echó un último vistazo a Passalosa V-15, en cuya órbita se había evaporado la sonda. Contempló el verde de su océano y el lánguido discurrir de sus nubes. Amin Lebeuf logró rescatar de su equipaje una fotografía que creía perdida en la que sus dos hijas sonreían a la cámara, mostrando una homogénea hilera de piezas blancas como los Polos. Bill se rascaba una oreja, estudiando los excrementos de su jaula. El largo dedo gaseoso alcanzó el morro de la nave y lo zarandeó como antes lo hacía el viento a la avena de Cheshire, arrojando placas metálicas al titilante infinito. Bill gritaba, chillaba, aullaba y se rascaba. Amin guardó la foto en el bolsillo y se posó frente a una ventana tras la que se derramaban hebras rojas. Edgard W. Siffil envió un último comunicado al extenso desierto de la Tierra: “Busquen otro lugar”. Y añadió: “O arreglen el que tienen”.
Jorge Jiménez Ríos

martes, 10 de febrero de 2009

La valija

Esta es una de las ilustraciones para los cuentos que saldrán publicados en la revista Esperando a Godot en marzo.




La Valija (viaje sin pausa) de Marga Gollmann [Tercer Premio]


El descuartizador llevaba a su víctima en una valija de cabritilla roja para que la sangre fresca que ensuciaba el cuero no lo delatase y mirando por encima de su hombro la abandonó en el baldío en donde los pibes que jugaban a la pelota avisaron a la policía que después de hacer los trámites pertinentes la depositaron con su morboso contenido en el laboratorio para que la examinaran los expertos que no pudieron evitar que más tarde un empleado infiel la robara y la vendiera por ocho pesos al mercachifle del barrio que se la ofreció esa misma tarde a la paragaya Zunilda que la compró por quince y le pidió a su novio el zapatero que la tiñera de verde para regalársela a su otro novio el contador y así la valija se llenó de cheques y pesos quedando tan llamativa que despertó la codicia de un motochorro que iba a la caza de algún desprevenido que resultó ser el cobrador y se le puso a la par cuando cruzaba Corrientes al 2300 arrancándole la valija y con el contenido se compró pasajes para irse al norte con toda su familia en un colectivo trucho que la transportó atada al techo del que se soltó y fue a parar a la banquina en donde la recogió un cartonero pero como llovía comenzó a desteñirse sobre el carro del que al día siguiente lo rescató su mujer que no había olvidado las clases de manualidades de su incompleto secundario y para restaurarla le robó a su hijo algo del pegamento con el que se drogaba y lo usó para forrarla con un rollo de papel amarillo que encontró entre los cartones y la llenó de ropa para vender en la feria americana de Mataderos en donde una vecina se dio cuenta de que el cuero todavía estaba en buen estado ofreció veinte pesos por ella le quitó el empapelado y la desarmó tiñéndola de azul noche dejándola secar durante dos días para después recortar el cuero con la forma de unos moldes que tenía y armar unos bolsitos muy paquetes con pasacintas de cordones dorados con un logotipo elegante para que al final la valija azul continuando con el destino de su primer contenido valga decir descuartizada fuera entregada transformada en primorosos estuches en la famosa joyería de Florida y Marcelo T. de Alvear a pocos metros de la plaza San Martín.